Si Joaquín Sabina escribiera esta canción ahora, no tendría excusa. Le bastaría con tomar la línea 3 de metro (la amarilla) y, gracias a la ampliación inaugurada hace menos de dos años por “tita Espe”, apearse en la estación Ciudad de los Ángeles. Allí encontraría la Avenida de la Felicidad a escasos cien metros de la moderna boca de metro. Es más, si se paseara por las vías cercanas, podría descubrir las calles del Afecto, de la Generosidad o de la Unanimidad.
Este conjunto de calles con aire utópico son las que acogen los primeros y últimos metros del Medio Maratón de Villaverde, prueba que esta mañana ha llegado a su XXV edición.
He de reconocer que tengo mucho cariño a este medio maratón, seguramente porque recorre un barrio que conozco desde hace mucho tiempo y que está ubicado muy cerca de la zona donde he vivido la mayor parte de mi infancia y juventud. También porque se encuadra dentro de ese grupo de carreras que más me gustan: muy populares, con ambiente de barrio, con un número de participantes no muy elevado y, sobre todo, levantadas todos los años con elevadas dosis de esfuerzo e ilusión de los organizadores y de los voluntarios que suplen la ausencia de los grandes apoyos de marcas comerciales.
Además de su faceta deportiva, este medio maratón supone un recorrido por gran parte de la realidad social madrileña. Atraviesa zonas de edificios de entre cinco y diez años de antigüedad ocupados mayoritariamente por familias jóvenes (El Espinillo y Los Rosales). También cruza el antiguo Villaverde Bajo que siempre me trae esa idea de pueblo de calles estrechas y habitantes de toda una vida. Los bloques de viviendas cercanos al Parque de la Dehesa de Boal, más antiguos aunque algunos recientemente remodelados, albergan inmigrantes de los más variados orígenes geográficos. Un poco más adelante, el polígono industrial muestra la dura cara de la prostitución a la que se ven abocadas un gran número de mujeres inmigrantes.
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De la carrera lo más rápido, escueto y descriptivo es decir que sigue exactamente igual que en las últimas ediciones. El recorrido es muy exigente, repleto de subidas y bajadas que van minando las piernas. Destacan los toboganes junto a la orilla del Manzanares, la subida desde la Avenida de Los Rosales hasta la Gran Vía de Villaverde y la cuesta arriba final de la Calle de la Unanimidad que desemboca en la ansiada meta tras unos cuatrocientos metros de continua y dura subida (sobre todo el último tramo). Mencionar también el paso por el polígono industrial que, más que físicamente (que también), desgasta mentalmente.
Como ya es tradición, la organización ha sido muy buena. Entrega ágil de los chips y dorsales en la salida y de la bolsa del corredor en la llegada. Recorrido totalmente cortado al tráfico (después de Valdemoro iba uno con la mosca detrás de la oreja), bien señalizado en todos los cruces y desvíos por los voluntarios y con suficientes y surtidos avituallamientos. Enlazando con la realidad social del barrio a la que hacía referencia en párrafos anteriores, llamar la atención con respecto a la diversidad de edades y de orígenes de los voluntarios: se han podido ver adolescentes, niños, madres de familia, africanos, sudamericanos… En resumen, una variedad racial, cultural y generacional que no se ve en ninguna otra carrera y que habla bien a las claras de cómo todo el barrio se implica en la celebración de la prueba. Mi felicitación y agradecimiento a todos ellos.
Y poco más que contar. Si todo va bien, el próximo fin de semana toca rencuentro con otra vieja amiga a cuya cita falté el año pasado por enfermedad. Espero que en Moratalaz pueda completar el triplete planeado y poner la primera piedra para mis próximos cincuenta medios maratones. Hasta entonces y parafraseando a Edward R. Murrow,
Nota 1: Me está rondando por la cabeza una idea que empieza a tomar forma. Me quedan unos días de vacaciones que quizás pueda coger a finales de este mes. Curiosamente por esas fechas se celebra un maratón por Lanzarote…