viernes, 2 de mayo de 2008

Otra promesa cumplida


Llego hasta donde me espera mi mujer. Los ojos se me llenan de lágrimas mientras nos besamos y le cambio mis gafas de sol por nuestro hijo. Me reincorporo a la carrera con el pequeño en brazos. Al mirar al frente me doy cuenta de que al menos quedan unos sesenta metros hasta el indicador del kilómetro cuarenta y dos, o lo que es lo mismo, unos doscientos cincuenta metros me separan de la ansiada meta. Ahora caigo en que como preparación de esta carrera había hecho tiradas largas, series, fartlek…, pero no se me había ocurrido entrenar con un fardo de doce kilos entre los brazos.

Para más inri, parece que mi ilusión no es compartida por el pequeño cabezón, pues pronto comienza a llorar y a intentar zafarse de mis brazos. Decido dejar de correr y ponerme a andar mientras le tranquilizo. Al cabo de unos cuarenta metros parece que la idea da resultado. Ha dejado de llorar, aunque su cara y su conejo de trapo apretado con fuerza contra el pecho denotan cierto miedo. Reemprendo la carrera de forma lenta. Me adelantan muchos corredores y estoy perdiendo bastante tiempo pero me da igual, ese no es hoy el objetivo.

La pancarta de meta se acerca. Recuerdo otra vez esa promesa tantas veces repetida en mi interior de que el primer maratón que corriera después de ser padre lo culminaría con mi hijo en brazos. He tenido que esperar mucho tiempo, casi dos años, pero el momento ha llegado.

Sólo quedan unos metros. Le beso y levanto mi brazo izquierdo hacia el cielo. Me dejo llevar mientras disfruto del breve instante. El sonido del lector de chips me devuelve a la realidad. Otra promesa cumplida.

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El día ha empezado bastantes horas antes. A las 6:20 a.m. el despertador me saca de un placentero sueño. Tras comprobar con disgusto que mi pecho sigue acogiendo ese dolor que me acompaña ya desde hace más de una semana, comienzo con los rituales. De fondo, muy bajita para no despertar a nadie, suena la SER. El desayuno pausado (agua, galletas, barra de cereales y Aquarius), la vestimenta (camiseta verde y mallas negras), las múltiples vaciadas de intestinos y vejiga, la ”clavada” del dorsal 7849 y la penúltima revisión del contenido de la mochila, me llevan más de una hora. Cumplidas todas las obligaciones previas, me despido de mi mujer y salgo de casa dirección Cibeles.

La salida del MAPOMA se encuentra ubicada a unos treinta minutos a buen paso de mi casa. El camino que me lleva a ella es el mismo que recorro todos los días para ir al trabajo. Sin embargo las circunstancias de esta mañana son muy diferentes a las de un día normal. El asfalto, poblado de coches entre diario, está prácticamente vacío. La cara afeitada, el traje, la corbata y los zapatos que luzco en los días laborables, han dejado paso a la barba de dos días, a las mallas, a la camiseta y a las deportivas. Las personas habituales de las mañanas han sido sustituidas por algunos jóvenes que, a juzgar por sus caras, vuelven de una larga noche de juerga.

En la confluencia de la C/ Goya con Alcalá comienzo a divisar un gran número de corredores. Muchos van solos, algunos en grupo, pero todos caminan en la misma dirección y con un gesto de concentración en la cara. Visto desde fuera podría pensarse que estuviéramos poseídos, que fuéramos atraídos por una fuerza mayor. En cierto modo, así es.

Llegado a la verja del Retiro, mi pensamiento vuelve a la carrera. Si alguien me hubiera preguntado hace diez días sobre la previsión de mi marca, le hubiera contestado con la posibilidad un triple escenario. El primero, el más optimista, la cifraba entre las 3h 40 min y las 3h 45 min. Conseguirlo supondría un notable esfuerzo, pero dado el tiempo realizado hace apenas un mes en el Medio Maratón de Fuenlabrada (unos segundos por debajo de 1h 36min) no era algo descabellado. El segundo escenario y quizás el más realista era el de terminar cómodamente por debajo de las cuatro horas. La tercera posibilidad era la más pesimista y consistía en irme por encima de los doscientos cuarenta minutos. Si alguien me preguntara hoy sobre la previsión de mi marca, con el dolor de pecho y el constipado sufrido en los inicios de la semana, la primera posibilidad barajada hace siete días estaría completamente descartada.

Con estas tribulaciones recorro el tramo de la C/ Alcalá que une el Retiro y Cibeles. Allí, en la fachada del Palacio de Linares, he quedado con mi padre, mi hermana y Bruce. Los dos primeros serán los encargados de las labores logísticas. Bruce correrá conmigo.


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Nos colocamos en la salida. Estamos bastante retrasados pero no le damos importancia. Finalmente a Bruce y a mí se ha unido Ignacio, compañero de trabajo de Bruce y debutante en estas lides. A "ojímetro" noto que el número de participantes parece inferior al de las últimas ediciones. No he oído el disparo, pero desde mi altura puedo observar que las primeras filas de corredores se mueven. Casi cuatro minutos después pasamos por el arco de salida. Mi particular cronometro se pone en marcha. 0:00:01, 0:00:02, 0:00:03,…

Los primeros kilómetros son de sobra conocidos. Transitan por el Paseo de la Castellana y los he repetido en las seis veces que he tomado la salida de este maratón. Me sirven para ir cogiendo el ritmo, para ir eliminando nervios y para darme cuenta de que el calor va a ser mayor de lo que pensaba. Tras cinco kilómetros lentos de continua subida (vamos por encima de los 6 min/km), superamos la Plaza de Castilla y entramos en un tramo más favorable que nos ha de conducir hasta la Plaza de República Argentina, donde se sitúa el kilómetro diez de carrera. A estas alturas hemos cogido ya el ritmo de crucero y nuestro tiempo es de 55:54 (5:35 min/km).

Tras cruzar la Castellana por el paso elevado de Raimundo Fernández Villaverde, nos plantamos en Cuatro Caminos. Ese es el primer punto acordado con mi padre y mi hermana para el encuentro. En principio es sólo para la foto pues llevamos aún poca carrera. Sin embargo, el sol y el calor reinantes me hacen parar y extraer de la mochila las gafas de sol (la gorra no porque me agobia) y una botellita de Aquarius.

De momento los tres vamos bien. Hablamos y comentamos nuestras sensaciones. Mis molestias en el pecho son llevaderas siempre que me mantenga erguido y no gire el tronco. El cielo se ha nublado y el calor se ha mitigado en parte. Alcanzamos así la animada cuesta abajo de Guzmán el Bueno donde un gran número de personas puebla las aceras y aplaude el paso de los corredores. El impulso nos sirve para superar el tramo de Alberto Aguilera.

Llegamos ya a la muy animada Glorieta de Bilbao y seguimos por la C/ Fuencarral. Allí está el kilómetro quince por el que pasamos en 1:24:15 (5:36 min/km). Comienza entonces el tramo que más me gusta de la carrera, no tanto por su perfil favorable, que también, como por su belleza y ambiente. La Gran Vía, la C/ Preciados, la Puerta del Sol, la C/ Mayor, la C/ Bailén y el Palacio Real, son lugares emblemáticos de nuestra ciudad que el maratón no debe nunca perderse. El que en los últimos años el recorrido haya abandonado estas calles y lugares ha hecho un gran mal a la carrera que creo ha influido decisivamente en el descenso de participantes, sobre todo internacionales. Mucha gente no busca en el MAPOMA el conseguir una buena marca sino el poder disfrutar o descubrir corriendo algunos de los puntos más bellos de la capital.

Al comienzo de la C/ Ferraz vuelvo a encontrar el apoyo logístico familiar. Aunque se ha nublado y el calor es un poco más llevadero, decido coger la segunda botella de Aquarius que había metido en la mochila y una pastilla de glucosa (la que llevaba desde la salida la había consumido unos minutos antes). En este punto se unen a nosotros dos conocidos de Ignacio que le van a acompañar un par de kilómetros. Dado que para él es su primer maratón y su intención es acabarlo en 4:15:00, tengo el temor de que el ritmo que estamos llevando le pasé factura en el segunda parte de la carrera. Si a esto unimos que a la altura de carrera en la que nos encontramos me siento realmente bien, decido que es el momento de acelerar un poco el paso. Bruce está de acuerdo conmigo y decide acompañarme. Ignacio opta por seguir su ritmo. Su decisión fue muy acertada pues al final acabo alrededor de las 4h 5 min, diez minutos por debajo de sus previsiones.



Por el kilómetro veinte ya pasamos solos Bruce y yo . Nuestro tiempo neto es de 1:51:38 (5:34 min/km), lo que significa que los estos diez mil metros han sido nueve segundos más rápidos que los primeros. Tras unos metros por C/ Pintor Rosales, giramos a la derecha y entramos en el territorio del Trofeo San Antonio de la Florida, carrera de diez kilómetros a disputar allá por el mes de Junio. Las bajadas del Paseo de Camoens y del Paseo de Ruperto Chapí (donde está ubicado el medio maratón que cruzamos en 1:57:26) se continúan con las llanas rectas de la Avenida de Valladolid y el Paseo de La Florida. En la Glorieta de San Vicente, justo enfrente de la antigua estación de Príncipe Pío (ahora centro comercial y cultural), el gran número de espectadores estrecha el paso reservado a los corredores llevándolos casi en volandas con sus gritos de ánimo y sus aplausos. Allí me esperan de nuevo mi padre y mi hermana, quienes me suministran la última botellita de Aquarius, una barrita de Twix y otra pastilla de glucosa. Estoy a las puertas de la Casa de Campo.


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Cuando hace una semana examiné el recorrido (hasta entonces no me había preocupado de saber por dónde transitaba la carrera), vi que este año el habitual tramo por la Casa de Campo era más largo y estaba situado antes de lo que venía siendo costumbre en las ediciones que había corrido de esta prueba. Cabían entonces dos lecturas posibles. La primera era que, al estar ubicada en un punto más temprano de la carrera, yo llegaría en mejores condiciones y podría salvarla sin las dificultades de años anteriores. La segunda, más pesimista, indicaba que esta vez el tramo restante hasta la meta tras superar la Casa de Campo era mayor, de forma que si salía tocado de allí tendría que sufrir más de la cuenta para alcanzar la meta del Parque del Retiro. Nada más traspasar la puerta que da acceso al gran pulmón verde de Madrid, mi cuerpo y mi cabeza tienen claro la lectura que han elegido.


El parar junto a mi padre para recibir los alimentos y el comerme la barrita de Twix me han retrasado unos cincuenta metros respecto a Bruce, de manera que tengo que hacer un pequeño esfuerzo para llegar hasta él. Una vez le he alcanzado, comienzo a sentirme mal. Las piernas no me van. Todo el cansancio que hasta el momento no había tenido, ha llegado de golpe. En un principio pienso que es debido al ligero aumento de ritmo que he hecho para llegar a su altura. Sin embargo, cuando pasados unos cientos de metros no me recupero, me doy cuenta de que toca empezar a sufrir. Pienso que tiene que ser psicológico, que tiene que pasar, pues he hecho entrenamientos de sobra para tener que pasarlo mal ahora.

En el kilómetro veinticinco un espectador nos dice que Chema Martínez ha ganado la carrera. ¡Que alegría! La verdad es que no le conozco, pero por las entrevistas que le oído y leído me parece un tío muy majete y simpático. Creo que es su primera victoria en un maratón y encima en su ciudad. ¡Felicidades Chema!

Mientras, yo sigo sufriendo. El paso por la Casa de Campo se está convirtiendo en un suplicio. Hasta se me ha puesto dolor de cabeza. Los tiempos por kilometro han empeorado en diez o quince segundos. “¡Aguanta que esto pasa!” me repito mentalmente.


Estamos ya llegando al final del Paseo de los Castaños, junto al lago. En la curva de derechas que da paso al empinado Paseo Puerta del Ángel, Bruce para a recibir un “chute” de Réflex en la rodilla y yo continuo a mi ritmo. La cuesta no es muy larga pero si muy empinada en sus primeros ciento cincuenta metros. El público anima echándose encima de los corredores, tanto que me hacen sentir como si fuera Perico Delgado ascendiendo un puerto de primera categoría en el Tour. Empiezo a adelantar participantes que han quedado clavados y mi autoestima crece por momentos. Al final de la cuesta voy pendiente de que Bruce llegue a mi altura. No me quiero girar mucho para no sentir el dolor del pecho y obsesionarme con otro problema, pero no le veo acercarse. Llego a la salida de la Casa de Campo y no me ha alcanzado. Creo que me toca afrontar los últimos doce kilómetros en solitario.


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En la Avenida de Portugal, las mastodónticas obras de soterramiento de la M-30 han convertido la N-V en un bulevar con un amplio espacio para los peatones. Allí se encuentra el kilometro treinta por el que paso en 2:46:43. Esto significa que, a pesar del pinchazo de la Casa de Campo, los últimos diez mil metros los he corrido en 55:06, cuarenta y ocho segundos mejor que el primer diez mil y treinta y nueve segundos mejor que el segundo. Esta buena noticia unida a lo favorable del perfil (estoy en una larga cuesta abajo) y a la rabieta que me da que se me caiga la botella de agua recién cogida en el avituallamiento, me hacen volver a incrementar mi ritmo. A pesar de empezar a notar el cansancio normal en las piernas, voy mucho mejor que hace apenas unos minutos y el dolor de cabeza ha remitido.

En Marques de Monistrol me vuelvo a encontrar a mi padre y a mi hermana. Recojo la última barrita de Twix y me despido de ellos hasta la meta. El tramo que ahora comienza lo tengo en mi pensamiento como la parte en la que más he sufrido en otras participaciones. Sin embargo esta vez es más llevadero. Me siento bien, mi ritmo es superior al de los corredores que me rodean, gano posiciones de forma continuada y me hidrato y refresco en todos los puestos de avituallamiento (dese hace tiempo cada dos kilómetros y medio). Sin sufrir demasiado estoy mas allá del kilómetro treinta y cuatro, a las puertas del llamado Pasillo Verde.

Justo en el avituallamiento del kilómetro treinta y cinco, mientras me apodero de una botella de Powerade, dos ambulancias del Samur pasan en sentido contrario al de la carrera. Debe ser algo grave pues transitan a una velocidad considerable entre corredores que ya no estamos en las mejores condiciones para reaccionar con rapidez. Dos días más tarde leeré que acudían a atender a una joven corredora que sólo unos metros antes se había desplomado víctima de una parada cardio-respiratoria y que acabaría falleciendo.

Ajeno a esta grave situación, sigo a ritmo vivo animado por los espectadores y por la expectativa de que mi madre me espera en la esquina de la C/ Ferrocarril con el Paseo de las Delicias. Será la primera vez que mi madre venga a verme en mis seis participaciones en el MAPOMA, pues siempre se ha negado aduciendo que lo pasa muy mal viéndome tan cansado. Estoy llegando. Bajo un poco el ritmo y miro a ambos lados para ubicarla entre tanta gente. Allí está. Ella también me ha visto. Grita mi nombre y agita sus brazos. Cuando llego a su altura me paro y le doy dos besos. La alegría me impide articular palabra. Continúo mi marcha. Si alguien se fijara en mi cara vería salir unas lágrimas por debajo de las gafas de sol.

El impulso materno me hace recorrer a buen ritmo toda la C/ Bustamente y llegar a C/ Méndez Álvaro.

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El tío del mazo es un pedazo de mamón que se encuentra escondido en cualquier recoveco del recorrido. En este caso me está esperando en la cuesta de Méndez Álvaro. Allí se me sube sin previo aviso a la chepa y empieza a darme collejas como un poseso mientras me grita al oído “¡párate, párate!”. Hago oídos sordos, tiro de glucosa y paso por primera vez por las duchas de agua pulverizada que ofrece la organización. No sé cuantos metros hay hasta la Glorieta de Atocha (o de Carlos V) pero se me hace eterno. Muchos participantes han cedido a la tentación y van andando. Yo sigo corriendo. Al llegar a Atocha, el del mazo me da una última colleja y se baja de mi chepa con un sospechoso ¡Hasta luego!

La última subida me ha dejado muy tocado pero sé que ya queda poco. Los hectómetros que transcurren entre Atocha y la Plaza de Mariano de Cavia los aprovecho para, en la medida de lo posible, recuperar fuerzas (si es que esto es factible) y para prepararme mentalmente para el último asalto: la subida de Menéndez Pelayo.


Llego a la Plaza de Mariano de Cavia. Si miro al frente puedo ver una cuesta interminable por la que discurre un reguero de corredores penitentes que son flanqueados a ambos lados por un gran número de espectadores. Me vienen a la cabeza las retransmisiones televisivas de la subida al Alpe d'Huez, en las que no sirve de nada coger la rueda de otro sino que cada uno elige su “marcheta” y sufre en silencio. Me aplico el cuento. Bajo la cabeza para no ver lo que me falta y comienzo a subir.

Los primeros metros de ascensión son mas o menos llevaderos. Pronto paso por el arco del kilómetro cuarenta (¿o no hay arco?). Mi tiempo es de 3:41:11 (5:31 min/km). El parcial de estos últimos diez kilómetros es de 54:28, con diferencia el mejor de los cuatro. El tiempo es un minuto y veintiséis segundos mejor que el primer diez mil, un minuto y diecisiete segundos mejor que el segundo y treinta y ocho segundos mejor que el tercero. Está siendo una carrera de menos a más.


Llego al final del primer tramo de la subida. Es la curva a izquierdas que se veía desde abajo. Voy medio muerto. Cuando levanto la vista y diviso lo que queda me da el bajón. Sé que son los peores momentos y que si aguanto un pelín más ya estoy en la meta. Es ahora cuando tengo que rememorar los momentos de sufrimiento que he pasado en los entrenamientos, en las carreras previas y en otros maratones, y saber que por dificiles que fueran siempre los he superado. El tio del mazo ha vuelto a aparecer y esta vez sacude de lo lindo. La cabeza me dice que me pare, pero no lo hecho en ninguna carrera y no lo voy a hacer ahora. Bajo el ritmo pero sigo corriendo.

En esos momentos me acuerdo de la madre de Menéndez Pelayo. Entiendo que la mujer no tiene culpa de que dieran el nombre de su hijo a una calle con tanta pendiente, ni de que unos zumbaos la elijan como los últimos kilómetros de un maratón y otros zumbaos (estos en calzoncillos y camiseta) se empeñen en subirla corriendo, pero…

Corono la cuesta. Menos mal que no uso pulsometro (nunca lo he hecho) porque ahora estaría acojonado si viera en un aparatito las pulsaciones que tengo. Me falta el aliento, me duele el pecho y no puedo con las piernas, pero los cien metros en ligera cuesta abajo que me separan de la entrada al Retiro me sirven de bálsamo.


Entro en el vallado Paseo Duque de Fernán Nuñez y me relajo. Disfruto estos últimos metros mientras voy mirando a ambos lados buscando a mi mujer y a mi hijo. Mi padre agita su brazo desde detrás de las vallas. Llego a su altura y me indica que me esperan pasado el próximo arco hinchable de Coca-Cola. El resto ya lo he contado.

Solo añadir que finalizo mi octavo maratón con un tiempo de 3:54:48. (5:33 min/km).


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Agradecimientos a mi hijo por serlo, a mi mujer por aguantarme, a mi madre por traerme, a mi padre y a mi hermana por animarme y avituallarme, a Bruce por acompañarme, a Pablete por inscribirme, a todos aquellos que lo hicieron posible y a los que se hayan tragado toda la crónica.

¡Muchas gracias y hasta la próxima!