viernes, 20 de diciembre de 2013

IV Madrid - Segovia (101,8 kms por el Camino de Santiago)

Bruce y yo por el Arroyo de la Tejada (p.k 21,000) Foto: Sebastian Navarrete
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I. Prólogo
 
Cuando uno llega a los cuarenta dicen no se qué de una crisis que te vuelve gilipollas, quizás un poquitín más de lo que lo eras a los treinta y nueve. Es posible que esa fuera la razón de que, cumplida esa edad, quisiera intentar algo diferente. Total que me lié la manta a la cabeza y en los primeros días de junio me inscribí en la IV Madrid Segovia (por el Camino de Santiago).
 
Quedaban entonces más de tres meses para la celebración de la prueba. Como soy un tío metódico y me tomo muy en serio el arte del correr, me propuse entonces seguir un estricto plan de entrenamiento para afrontar este reto. En líneas generales era el mismo plan que he seguido para otras grandes citas pero adaptado a la mayor envergadura kilometril del proyecto: correr lo que me diera la gana y cuando me saliera de la punta del nardo, intentando eso si meter alguna tirada larga a la semana. Y oye, lo seguí al pie de la letra. Gracias a que en el verano los días son "molto lungo" (bueno, son igual de "lungo" pero con más horas de luz) y suelo disfrutar de unos horarios menos estrictos, desde principios de julio me empecé a castigar el cuerpo un poco más de lo habitual aumentando las jornadas de entrenamiento y el ritmo de los mismos. También aproveché para meterme alguna carrera de montaña entre pecho y espalda, para hacer tiradas largas dominicales con Bruce pateando la Casa de Campo y el Madrid Río y para volver a correr el singular Maratón del Río Boedo. A finales de agosto, unos días de vacaciones en Menorca me dieron la oportunidad de darme unas buenas palizas disfrutonas por el Camí de Cavalls que afinaron mi puesta a punto aunque me dejaron tocada la espalda. Por último y como remate a mi preparación, me presenté por tercer año consecutivo en la salida de la Carrera por Montaña de las Dehesas, donde conseguí rebajar en 3 min 58 seg mi mejor marca (02:51:39).
 
Quedaban entonces dos semanas para que llegara la Madrid-Segovia y aunque cueste creerlo, desde que me inscribí no había vuelto a pensar en ella. Siendo sincero, me la traía al pairo. Había disfrutado tanto con la preparación, me lo había pasado tan bien hasta entonces que el objetivo final había pasado a un segundo o tercer plano. Tocaba ahora aflojar el ritmo pues aunque llegaba bien de forma (pelín pasado quizás), me sentía cansado y un dolor en la zona lumbar derecha me tenía un poco jorobado. Sin embargo estos últimos días no fueron lo más recomendado para relajarse y pensar en la carrera: vuelta a las obligaciones diarias, exilio a casa de mi suegra por obras en el domicilio habitual, constipado, que si la abuela fuma.… Total que me planté la tarde previa a la carrera con muy poquitas ganas de correr, con los preparativos descojonaos y sin saber siquiera cual era el recorrido de la prueba (lo juro). Eso si, me había preocupado de adquirir el material obligatorio y tenía muy claro que iba estar en la línea de salida si o si. Algo era algo.

Participantes en el alto de la Fuenfría (p.k. 79,200) Foto: Commedia
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II. Plaza de Castilla (p.k. 0,000)

El sábado tocó pegarse el madrugón. Tomé el metro, donde a esas tempranas horas había gente que iba a trabajar, otros que volvían de marcha y un colgao con tres mochilas y cara de asustado que tenía la intención de ir de Madrid a Segovia a patita. Me bajé en Nuevos Ministerios para que me diera un poco el fresco y se me ventilara la mente, lo que me supuso darme un considerable paseo hasta Plaza de Castilla cargado de peso, (ironía on) justo lo que recomiendan hacer antes de una carrera de este tipo (ironia off). Cuando alcancé la plaza donde se levantan las dos torres inclinadas que forman la conocida Puerta Europa, iba cagaito. Allí ya me esperaba Bruce medio preparado. Le expliqué la inquietud femenina que me rondaba la cabeza y que se resumía en un “¿Qué me pongo?”. Mi idea inicial era la misma que la suya y consistía en salir con cinturón portabidones hasta Cercedilla y allí coger la mochila. A mí me despertaba muchas dudas el tener tan poco espacio y llevar tan pocas cosas durante más de sesenta kilómetros. Él me dio un consejo obvio, sencillo pero muy de agradecer: que hiciera aquello que me dejará más tranquilo. Pues nada, cambio de planes. Guardé el portabidones y cogí la mochila. Esto suponía tener que aguantarla durante tooooooooda la carrera pero por lo menos yo partía con mayor confianza, que a fin de cuentas en aquel momento era lo más importante.
 
Después de una pequeña espera y una vez entregadas las otras tres mochilas con distintos enseres y viandas a la organización para que las repartiera por los distintos puntos de paso (Colmenar Viejo, Cercedilla y Segovia), empleamos el tiempo restante hasta la hora de salida paseando por la zona aledaña a la Plaza de Castilla para ir soltando nervios, alguno de ellos en forma gaseosa. El tiempo era fresco y había un vientecillo que se hacía un poco desagradable ¡no me imaginaba yo lo que lo iba a echar de menos unas horas más tarde! A la 8:25 volvimos a la zona delimitada para la salida donde ya aguardaba el grueso de los participantes. A las 8:30 se dio la salida. La suerte estaba echada.

Los kilómetros se dejan notar en las piernas de los corredores. Cercedilla (p.k. 64,300)  Foto: C. Velayos
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III. De Plaza de Castilla (p.k. 0,000) a Tres Cantos (p.k. 15,800)

Inicio por asfalto, luego amplia pista de tierra y, antes de llegar al carril bici, un pequeño tramo de sendero. Ojo a varias cuestas cortas de pronunciado desnivel en las cercanías de El Goloso.

Y lo de la suerte no es un hablar por hablar. Poco después de comenzar, a la altura de las cocheras de la EMT, uno los participantes estaba parado en uno de los laterales de la calzada lanzando exabruptos por su boca. No era para menos. En su mano izquierda sostenía la mochila (camelback) y en su mano derecha la bolsa de plástico que contiene el agua y que va en su interior. De la segunda salía un fino pero continuo chorro de agua que hacia adivinar que no tardaría más que unos pocos minutos en vaciarse. ¡Con que poquito se te puede complicar algo que llevas preparando tanto tiempo!

De vuelta a lo que era la carrera, los primeros kilómetros discurrían por los barrios madrileños de Fuencarral y Montecarmelo. Con continuos subeybajas pero picando hacia arriba, resultaron ser un tanto pestosillos y sirvieron para ir cogiendo ritmo, perdiendo nervios y descontando kilómetros. Después, ya por tierra, se tomaba el antiguo camino El Pardo-Colmenar que nos iba alejando de Madrid, aunque si se echaba la vista atrás se contaba todavía con la referencia de las modernas torres levantadas en los terrenos de lo que fuera la antigua ciudad deportiva del Real Madrid. Superada la estación de tren de El Goloso se continuaba por el carril bici para alcanzar Tres Cantos, (p.k.15,800), lugar donde se ubicaba el primer avituallamiento. En este primer parcial no lo pasé nada bien. No fui cómodo en ningún momento, no me encontraba con ganas y tenía una sensación de pesadez en las piernas que no se correspondía con la poca distancia que había recorrido. O la cosa mejoraba en próximos parciales o esto iba a ser un suplicio dificilmente aguantable. La buena noticia era que el cielo había amanecido nublado y el sol no era capaz de asomar, con lo que la temperatura era muy agradable. Repuestos líquidos y sellado el “pasaporte” continuamos camino.

Marchadores y corredores juntos en la salida (p.k. 0,000) Foto: Cristina Jiménez
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IV. De Tres Cantos (p.k. 15,800) a Colmenar Viejo (26,800)

Carril bici al principio, pista con buen firme después y tramo final por asfalto hasta Colmenar Viejo. Ojo al descenso hasta el arroyo de Tejada y, sobre todo, a la subida por la cuesta del cementerio.

Tras cruzar de vuelta el puente sobre la A-607, retomamos el carril bici. Era este un tramo un poco incómodo pues al invadir el habitat de los ciclistas había que ir con precaución para no estorbar ni ser atropellado por alguno de ellos. Un poco más adelante el trazado se desviaba a la izquierda y abandonaba definitivamente el carril bici para tomar una pista de tierra en pronunciado descenso que nos conduciría hasta la zona del arroyo de Tejada. Lo del arroyo en esa época del año era un eufemismo pues, en espera de la llegada de las  lluvias y nevadas, de él solo quedaba el cauce seco.

Los kilómetros que iban desde aquí hasta llegar a Colmenar Viejo me eran conocidos ya que forman parte del recorrido habitual de la Carrera de Montaña de la Marmota, aunque en esa prueba se recorren en sentido contrario. En continua subida, la parte más exigente era la bautizada como "cuesta del cementerio", ubicada justo a la entrada de la zona urbana de Colmenar. Allí, tanto nosotros como el resto de los corredores que iban con un ritmo similar al nuestro, echamos a andar. Esto ya se convertiría en norma para el resto de la carrera: cualquier cuesta arriba con una mínima exigencia la haríamos caminando para intentar gastar la menor cantidad de fuerzas posible.

Llegados al lugar de avituallamiento (p.k. 26,800), el colegio situado frente al polideportivo Lorenzo Rico, sellamos la cartulina en el control de paso, recogimos la primera mochila que habíamos entregado a la organización y nos cambiamos de camiseta y de calcetines. Yo repuse también líquido en abundancia y me tomé el primer sobre de Isostar disuelto en agua. Me zampé con ganas tres quesitos con membrillo y un puñado de anacardos, que complementaron la barrita de cereales que había ingerido unos treinta minutos antes. Además tomé un limón y lo guardé en la mochila que llevaba en la espalda para dar cuenta de él más adelante. Comenté con Bruce que sentía las piernas demasiado cargadas, posiblemente porque el ritmo que llevábamos era demasiado lento para mí y me obligaba a ir con zancadas muy cortas. Acordamos que a partir de entonces cada uno llevaría su ritmo y, como la diferencia entre los dos no debería ser mucha, nos encontraríamos en los avituallamientos. Reemprendimos la marcha atisbando una mala noticia. Las nubes habían desaparecido y el sol empezaba a brillar en un cielo ahora despejado. El calor comenzaba a hacerse notar.

Participante cruzando la A-607 para llegar a Tres Cantos (p.k.15,700) Foto: C. Jiménez
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V. De Colmenar Viejo (p.k. 26,800) al Puente Medieval (p.k. 33,700)

Asfalto/acera hasta abandonar Colmenar Viejo. Luego pista ancha con firme irregular en algunos tramos y con “salpicaduras” de superficie rocosa en otras. Cortos desniveles hacia arriba y hacia abajo pero siempre con tendencia a ganar altura.

Casi en continua subida, atravesamos el casco urbano de Colmenar Viejo. Al ir por la acera (el tráfico no estaba cortado), resultaba un tanto curioso cruzarse con colmenareños que iban a hacer la compra o pasar junto a terrazas donde los mas rezagados daban cuenta de su tardío desayuno, mientras tú encarabas el final del primer tercio de tu aventura ¡Que formas más diferentes de vivir una matinal sabatina!

Finalizada la zona urbana recuperamos la superficie de tierra en el camino de Cerceda. Este tramo resultó ser muy divertido, pues alternaba subidas y bajadas ni muy largas ni muy pronunciadas y presentaba formaciones pétreas que obligaban a dar saltos o a trazar zig zags para salvarlas y encontrar el camino más cómodo. Lo peor es que en esta fase de la carrera no había ni una triste sombra y el sol pegaba ya con fuerza. Viendo el percal y tratando de evitar males mayores, saqué la gorra de la mochila, me la encasqueté en la cabeza y, a partir de entonces, empecé a pegar pequeños traguitos de agua del bidón con bastante asiduidad. 

Desde que abandonamos el centro urbano de Colmenar, Bruce y yo íbamos separados. Como habíamos acordado, cada uno llevaba ahora su ritmo y yo había tomado una ventaja de unos cientos de metros. Así llegamos al p.k. 33,700 donde en el Puente Medieval, justo bajo la carretera M-607, se ubicaba el siguiente avituallamiento y control de paso. Allí, mientras esperaba la llegada de Bruce, me partieron amablemente el limón que llevaba en la mochila y lo exprimí en dos vasos de agua ¡que bien me sentó! Rehidratados pusimos dirección a Manzanares el Real, siguiente punto de repostaje.
 
Participantes a la salida de Madrid. Foto: J. Martínez-Cava
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VI. Del Puente Medieval (p.k. 33,700) a Manzanares el Real (p.k. 41,900)

Pista amplia y con superficie compacta hasta la bajada hacia Manzanares el Real, donde el piso se vuelve irregular y aparecen piedras sueltas y alguna raíz. Se finaliza con unos cientos de metros sobre asfalto. 

En este tramo la pista era amplia, con tendencia ascendente y bastante cómoda. Pronto volví a adelantarme a Bruce, aunque él me seguía siempre a una distancia recuperable. El astro rey había perdido ya cualquier tipo de vergüenza y pegaba de forma inmisericorde. Yo continuaba bebiendo agua de manera prácticamente constante, pero bastaba que pasaran unos segundos para que mi boca estuviera de nuevo completamente seca. Me daba cierto miedo pensar que estuviera llenando el estomago de líquido sin saciar mi sed y que me pudiera pasar factura avanzada la carrera.

Un giro a la derecha nos sacó de la vía pecuaria que llevábamos y nos puso en otra pista dirección a Manzanares el Real. Inicialmente en subida, pronto invertía su tendencia y se convertía en una divertida bajada entre árboles en la que había que esquivar las piedras y las irregularidades del terreno. La vista que se tenía de la localidad serrana durante el descenso era muy bonita: una panorámica de su casco urbano presidido por la figura del castillo con el embalse de Santillana a la derecha. Al finalizar la bajada se volvía al asfalto durante aproximadamente unos 1.500 metros más o menos llanos que acababan en el puesto de avituallamiento. Habíamos alcanzado el p.k. 41,900.

En esta ocasión, además de líquidos, la organización ofrecía la posibilidad de degustar un plato de macarrones con tomate. Estuve tentado a tomarlo pero como no tenía muy claro como me iban a caer, decidí ir a lo seguro y meterme para el cuerpo una nueva barrita de cereales y un par de puñados de anacardos que llevaba en la mochila. A toro pasado creo que me equivoqué no aceptando el plato de pasta. Lo que si hice fue recuperar líquidos bebiéndome un par de vasos de agua y otro de isotónico. Como mi bidón estaba en las últimas y la fuente para abastecernos la anunciaban a una distancia de unos tres mil metros, pedí un último vaso de agua que vertí con cuidado en el interior de mi bidón.

Haciendo el chequeo mental que repetí en cada una de las paradas, la verdad es que las sensaciones que había tenido durante el último parcial podría decir que habían sido las mejores desde que empezara la carrera. La idea compartida con Bruce de que cada uno fuéramos a nuestro ritmo, se demostró bueno para los dos. Las piernas estaban cargaditas pero no más de lo que es normal cuando alguien lleva corrida la distancia correspondiente a un maratón. Adicionalmente la cabeza había comenzado a ayudar creyéndose de verdad que plantarse en la base del acueducto segoviano era factible.

Mi menda (el de azul) en el Alto de la Fuenfría (p.k. 79,200). Foto: Commedia
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VII. De Manzanares el Real (p.k. 41,900) a Mataelpino (p.k. 49,300)

Asfalto hasta abandonar Manzanares el Real y pista amplia con buen firme desde allí hasta el final del tramo. La mayor dificultad orográfica, la subida final camino de Mataelpino.

Justo al retomar el camino, telefoneé a mi señora madre para que estuviera un poco más tranquila y no se preocupara por el burro de su hijo. Cuando al atender la llamada su primera pregunta fue que si ya había acabado, me entró la risa. Sin embargo a ella no le dieron ganas de reírse cuando le informé de que ni siquiera había llegado a la mitad del recorrido y que me quedaban alrededor de unos sesenta kilómetros para finalizar la aventura. Supongo que nuestro sentido del humor es muy diferente.

El corto trayecto que discurría por la localidad de Manzanares el Real lo hicimos andando, no volviendo a trotar hasta alcanzar la cuesta abajo que acababa con el cruce de la N-608 y que nos situaba en una nueva pista de tierra junto a la entrada al parque de la Pedriza. El calor apretaba y enseguida noté que no iba bien, que las piernas no respondían y que las buenas sensaciones que había tenido unos minutos antes se habían borrado de un plumazo. De hecho ahora era Bruce el que por primera vez se había ido por delante y era yo el que le seguía a distancia. Camino de El Boalo, estábamos atravesando un auténtico secarral, con La Pedriza de fondo y con una temperatura que ya superaba los 30º.  Me recordó el paisaje que veía en las pelis de vaqueros cuando era niño y me distraje buscando algún indio escondido entre las rocas. Esta reacción debía ser consecuencia de la falta de oxigenación que estaba sufriendo al cerebro y de la deshidratación, pues el agua del bidón se acababa y la fuente prometida no llegaba nunca.

Por fin nos pareció haberla encontrado, pero al acercamos hasta ella, si bien el pilón destinado a los animales si tenía agua, el caño estaba seco. Todavía estaba maldiciendo y cagándome en todo lo cagable cuando un poco más adelante vimos como los participantes que nos precedían se desvían ligeramente del trazado y se iban concentrando alrededor de un pequeño monolito esperando su turno para agacharse frente a él ¡la fuente, por fin la fuente! Al llegar mi turno, llené el bidón de agua fresca, me refresque cabeza, cuello y brazos y me hinché a beber agua. Sé que no tenía que haberlo hecho pero el cuerpo me lo pedía. Lo pagué al reemprender de la marcha.

Bruce sufría menos que yo esto de la sed, y se apañó en todo momento con una ingesta de líquido muy inferior a la mía. Cuando acabé de beber y nos reincorporamos al camino me miró preguntándome si empezábamos de nuevo a correr. Le dije que tirara que yo lo haría en breve. Notaba el estomago lleno de líquido y me costaba siquiera trotar de forma cochinera, así es que ví como mi compañero de viaje se iba alejando irremediablemente. Temí que no pudiera recuperar la distancia y que perdiera su compañía cuando aun quedaba mucho para la meta, por lo que hice de tripas de corazón y con el cuerpo revuelto conseguí darle alcance en un par de kilómetros. La suerte hizo que desde allí comenzara un tramo de subida hasta Mataelpino. Digo lo de suerte porque el cuestarrón nos hizo echar a andar a los dos, de forma que, aunque con ciertos apurillos, pude mantener su ritmo y no quedar descolgado, pero la rampa tenía su miga y se agarraba a las patas cosa mala.

La llegada a Mataelpino (p.k. 49,300) fue lo más gratificante en lo que llevábamos de Madrid-Segovia. La plaza de la pequeña localidad era una auténtica fiesta. Música, gente esperando a los corredores, avituallamiento muy bien surtido (di buena cuenta del membrillo y de los frutos secos) y una fuente por la que manaba agua fresca que visité en varias ocasiones. Sellamos en el control de paso y nos tomamos nuestro tiempo allí para retomar fuerzas a la sombra pues intuíamos que nos iban a hacer falta, aunque no nos podíamos imaginar cuanto. El tramo que iniciábamos entonces entre Mataelpino y La Barranca resultaría ser a la postre el más duro de toda la carrera. Ocho kilómetros y medio interminables y agónicos.

Corredores entre las jaras un poco antes de encarar La Barranca. Foto: Pablo García
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VIII. De Mataelpino (p.k. 49,300) a La Barranca (p.k. 57,800)

Pista amplia al principio. Sendero estrecho, serpenteante y en subeybaja en la parte media. Tramo final sobre nueva pista compacta en ligero y continuo ascenso.

La salida de Mataelpino se hacía en continua cuesta arriba, primero sobre asfalto y posteriormente ya sobre tierra. A partir de ahí entrábamos en un terreno muy variado y con paisajes bonitos, en el que se alternaban los ascensos con los descensos y las pistas forestales con los estrechos senderos que serpenteaban a veces entre en jaras, a veces entre matorrales o a veces por laderas desnudas. El denominador común de todo ello era la ausencia de sombras y el fuerte calor (la temperatura superaba los 30º), variables que unidas minaban las fuerzas del más pintado. Bruce y yo hablamos y decidimos gastar la menor cantidad de fuerzas posible hasta que la tarde fuera cayendo y el sol perdiera intensidad. Corríamos solo cuando el terreno era favorable y alguna vez cuando era llano. Perdimos no pocas posiciones pero creo que fue una buena decisión que sin duda nos permitió encarar la parte final de la carrera más enteros.

Fue en este tramo cuando me di cuenta de la utilidad de haber completado el Maratón de Río Boedo apenas un mes y medio antes. Me vino al pensamiento como sufrí entonces, recordé como apretó el calor, con temperaturas incluso superiores a las que estaba soportando en esos momentos, como el asfalto se derretía y como el árido camino de tierra en el que los pies levantaban una pequeña nube de polvo blanco en cada pisada parecía no terminar nunca. Si había superado aquella prueba en Báscones de Ojeda ¿cómo no iba ser capaz de vencer esta?

El remate a este segmento fue la subida a La Barranca. No creo que fuera más de kilómetro y medio pero os juro que fue eterno. Transitábamos por una pista en continuo ascenso aunque de pendiente no muy pronunciada, siempre vigilados por la figura fantasmagórica del antiguo hospital y bajo un sol de justicia que a estas alturas de carrera causaba estragos. Seguíamos aplicando nuestra idea de reservar fuerzas y algunos corredores nos superaban. Durante el ascenso vimos un participante tumbado a un lado de la pista, totalmente acalambrado y atendido por un ciclista. Aunque uno sabe a lo que se expone cuando se embarca en aventuras de esta envergadura, estas cosas siempre te generan mal rollo. 

Como en las situaciones jodidas todo suele ser susceptible de empeorar, la cosa se puso aún más chunga cuando se me acabó el agua. No debía quedar ya mucho para llegar al avituallamiento y aunque a Bruce todavía le quedaba un poco de líquido en su bidón que podía compartir en caso de urgencia (o eso quise pensar), me invadió una sensación de cierto canguelo: con más de cincuenta y siete kilómetros en las piernas, con las condiciones meteorológicas que reinaban y sin agua suficiente, tenía cada vez más papeletas para que me tocara el premio gordo en forma  de jamacuco ¡Excuso deciros el alivio que sentí cuando a lo lejos divisé por fin el avituallamiento! ¡Si no dí saltos de alegría fue porque no tenía fuerzas para ello!

Llegados al ansiado punto de reportaje y tras sellar el pasaporte, me bebí hasta el agua de los floreros. Creo que fueron tres vasos de Nestea (fue lo que me apeteció en ese momento y me sentó de lujo) y uno de agua los que metí para el cuerpo antes de que me rellenaran el bidón y comiera un poco de chocolate y una barrita de cereales que llevaba en la mochila. La escena allí era un tanto surrealista. En el avituallamiento, algunos corredores tirados en el suelo completamente exhaustos. Un poco más allá, en los merenderos, familias que disfrutaban a la sombra de una tranquila y reposada sobremesa después de una opípara comida. That's life!

Participantes en el descenso hasta Manzanares el Real (p.k. 38,500) Foto: Pablo García

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IX. De La Barranca (p.k. 57,800) a Cercedilla (p.k. 64,300)

Terreno muy variado: asfalto al principio, pista después (con algún pequeño campo a través), vuelta al asfalto, sendero entre arboleda para acabar en una pequeña subida sobre asfalto hasta el polideportivo. Tramo descendente en general sin ninguna dificultad más allá de prestar atención de no pisar mal en la zona del sendero.

La salida de La Barranca se hacía sobre asfalto y cuesta abajo. A pesar de ello me costó arrancar porque tenía otra vez el estomago hinchado por el líquido. Fuimos andando unos minutos hasta que me sentí de nuevo con ganas de correr y nos dejamos llevar por la pendiente favorable. El superar la situación jorobada que había vivido en el tramo inmediatamente anterior me hizo recobrar ánimos y sentirme más entero. También ayudaron los ánimos que recibíamos desde los coches que se cruzaban con nosotros.

Un desvío a la derecha nos sacó de la carretera y nos introdujo en una nueva vía forestal que inicialmente presentaba un largo ascenso de bastante pendiente y luego una bajada trailera con bastantes piedras sueltas, descenso que se continuaba campo a través por un bosque de pinos hasta llegar a la carretera M-601 (la que lleva hasta el Puerto de Navacerrada). Con el tráfico regulado por la Guardia Civil, cruzamos la carretera y seguimos corriendo por asfalto durante aproximadamente un par de kilómetros más. Después entramos en un camino entre árboles muy disfrutón que nos dejó a las puertas de Cercedilla. ¡No corríamos tanto tiempo de forma (semi)continuada desde los primeros kilómetros de la carrera!

Una pequeña subida y alcanzamos el polideportivo. Ubicado en el p.k. 63,500, este punto es quizás un elemento clave de la prueba, aquel en el que si uno ha llegado hasta allí debe decidir si está en condiciones de finalizar la aventura o si, por el contrario, es mejor que abandone y lo intenté en otra ocasión. También es un sitio para encontrarse con la familia, los amigos o simplemente con otros corredores. Nosotros, después de sellar en el control de paso y de recoger la mochila con nuestras pertenencias, nos sentamos en el suelo, nos descalzamos y dimos cuenta de un buen plato de paella milagrosa ¡Qué bien me sentó! Como mencioné anteriormente, me equivoqué al no comer los macarrones que nos ofrecieron en Manzanares, así es que llegué a Cercedilla  justito de reservas aunque sin sensación de hambre.

No sé a ciencia cierta cuento tiempo estuvimos allí, pero desde luego que no hicimos las cosas con prisa. Una vez rebañado el plato de paella y de haber cambiado impresiones con algunos conocidos que por allí rondaban, nos cambiamos de camiseta y calcetines y elegimos que llevar en la mochila en el que sería el último tramo. Lo de cambiarse de ropa en cada uno de los tres puntos en los que era posible dejar mochila no era ninguna gilipollez. Todo lo contrario, se agradecía sobremanera. Supongo que era un tema mental pero cada cambio de ropa tenía un efecto refrescante, un aire de volver a empezar, una sensación de fuerzas renovadas. Sin duda alguna fue desde mi punto de vista un gran acierto hacerlo así.

Yo pensaba que llegaríamos a estas alturas de carrera bastante más tarde de lo que lo habíamos hecho, razón por la cual por la mañana había metido entre las provisiones algunas prendas de abrigo para cruzar sin sobresaltos el Puerto de la Fuenfría al anochecer. Sin embargo habíamos alcanzado Cercedilla bastante antes de lo previsto y la temperatura era muy agradable. Opté entonces por salir con una camiseta sin mangas y por meter en la mochila una camiseta de manga larga, un chaleco cortavientos, dos botellas de agua de 0,5 litros cada una y el material obligatorio (manta térmica, silbato y frontal), amén de las sales minerales y algo para comer. Depositada la bolsa con las prendas usadas y el material sobrante en el sitio habilitado para ello, nos pusimos de nuevo piernas a la obra.

Participantes en el descenso que conducía a arroyo Tejada (p.k 19,000) Foto: Pablo García
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X. De Cercedilla (p.k. 64,300) a la Calzada Romana (p.k. 71,800)

Asfalto para atravesar el casco urbano de Cercedilla y la carretera de las Dehesas que deja paso a la carretera de la República, una pista forestal con excelente firme. Las rampas más duras se encuentran en la parte de las Dehesas. 

La verdad es que con algo consistente en el estomago las cosas se veían de otra manera. El paso por el casco urbano de la localidad lo hicimos al trotecillo, en mi caso algo molesto por el flato que se me puso (posiblemente por la comida) pero con ánimos y fuerzas renovadas. Además la temperatura había bajado y el calor ya no era tan asfixiante como un par de horas antes.

Abandonando las calles de Cercedilla daba comienzo la que sobre el papel y por desnivel debería ser la parte más dura de la carrera: la subida a la Fuenfría. Pero mire usté por donde, las cosas muchas veces no son como parecen. Así, en las primeras y más duras rampas de la carretera de Las Dehesas que nos había de acercar a las faldas de la montaña, me empecé a encontrar sospechosamente bien. “¿Será la mejoría última que dicen se tiene antes de morir?” no dejaba de preguntarme mientras empecé a marcar un ritmo de caminata vivo y constante. Cuando me di cuenta Bruce ya había perdido unos metros. A partir de entonces cada vez que me giraba hacia atrás su figura estaba más lejos.

Algo raro que se me escapaba estaba ocurriendo, pues cada vez me encontraba más fuerte y animado. Hasta entonces lo más largo que había corrido era un maratón y ahí, cuando haces plaf, te puedes dar por jodido e intentar llegar a la meta como mejor puedas. Aquí no. Cerca de treinta kilómetros antes estaba hecho una mierda, sin apenas poder correr  y ahora, con casi setenta mil metros en las patas, me sentía en condiciones de aguantar lo que me echaran. Total, que seguía avanzando con determinación y en solitario, fijándome en que el trío que me precedía allá a lo lejos estaba cada vez más cerca. Completé la zona de asfalto y entré en la pista de tierra conocida como la carretera de la República.

Abro aquí un paréntesis y me desvío del objetivo principal de esta interminable crónica. El motivo es el nombre de esa pista. Carretera de la República ¿No os parece curioso? A mí me llamó la atención al conocerlo y por eso busqué su origen. Parece ser que durante la dictadura de Primo de Rivera se proyectó la construcción de una carretera que uniera el pueblo madrileño de Cercedilla con Valsaín (Segovia) atravesando el puerto de la Fuenfría. La vía se empezó a construir, siendo las obras llevadas a cabo por la empresa Puricelli (de ahí que también sea conocida como carretera Puricelli), pero estas fueron detenidas durante la Segunda República por la oposición que a ellas mostraron los grupos ecologistas. Lo que iba a ser una carretera quedó entonces en una pista forestal sin asfaltar con excelentes miradores. Cierro el paréntesis y retomo la crónica.

Casi al inicio de la Carretera de la República, estaba apostada a ambos del camino una familia que no cesaba de dar ánimos. Cuando llegué a su altura empezaron a jalear con gritos y aplausos. Entre risas me arranqué e hice unos metros corriendo para agradecerles su apoyo. La verdad es que a esas alturas de la aventura en las que los sentimientos ya empezaban a estar a flor de piel, gestos como ese emocionan. Unos metros antes de alcanzar el avituallamiento y punto de control, dí alcance a los tres contrincantes que iban delante de mí.

En el avituallamiento, una vez sellado el pasaporte, repuse líquidos y saqué de la mochila una nueva barrita de cereales. Mientras daba cuenta de ella, permanecí allí haciendo tiempo durante unos minutos para ver si Bruce me alcanzaba, pero ni siquiera se le veía a lo lejos cuando ya había acabado de comérmela. No tenía mucho sentido seguir esperando pues, por la distancia que le había tomado, nuestros ritmos eran en esos momentos debían ser muy diferentes. Me ajusté la mochila (como llevaba tantas cosas en ella, me la había tenido que quitar para buscar la tarjeta de control de paso) y volví al tajo.

La tarde cae. Los más adelantados llegarán antes de que anochezca (p.k. 98,000) Foto: Pablo García
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XI. De la Calzada Romana (p.k. 71,800) a el Alto de la Fuenfría (79,200)

Pista forestal con excelente firme y con suave y continua pendiente ascendente

No recuerdo que hora era, pero si que el sol estaba tapado por las montañas y que la temperatura había descendido hasta un nivel my agradable. Restaban casi siete kilómetros y medio para coronar la Fuenfría y muy mal se me tenían que dar las cosas para que no pudiera completarlos antes de que anocheciera. Esa era entonces mi máxima preocupación pues, al no conocer el descenso, no quería hacerlo de noche por si algún tropezón o alguna piedra mal pisada acababan con mi carrera.

Me seguía sintiendo fuerte y cada vez iba más animado. Durante este tramo de ascenso tuve varios compañeros de fatigas pues cada vez que alcanzaba a algún contrincante entablaba conversación con él. Incluso en algún momento llegamos a formar un grupo majillo de cuatro o cinco componentes. Casi todos con lo que coincidí eran reincidentes en esta carrera y no pocos de ellos esperaban vengarse de ediciones pretéritas. Recuerdo el que comentó que no había podido alcanzar Segovia en la edición anterior porque con fuertes dolores musculares desde el kilómetro sesenta tuvo que abandonar tras aguantar una veintena de kilómetros más. O aquel que se vió obligado a dejarlo en Cercedilla a causa del estado de sus pies que posteriormente necesitaron cuidados especiales durante varias semanas. 

Cuando comenté que era mi primera experiencia en la Madrid-Segovia y en carreras sobre esta distancia, me dijeron que entonces iba francamente bien en cuanto a tiempo y a frescura física ¡Para que quería más! ¡Si ya iba bien de moral, solo faltaba que también me echarán flores! Tan bien me sentó que en los últimos kilómetros de subida, cuando la pendiente se volvía más llevadera, completé unos cuantos intervalos a la carrera. 

Me había vuelto a quedar solo pero estaba disfrutando intensamente de las sensaciones que experimentaba y de la belleza del entorno. Tanto es así que en las partes que andaba me puse a enviar guasap a mis amigos, a la familia, a la madre de mi hijo para contárselo. Por cierto, esta última ni me contesto (todavía se la guardo). Hasta envíe un mensaje al programa deportivo Tiempo de Juego diciéndoles lo de la carrera y donde me encontraba. Ellos si que me respondieron y, según me dijo mi pareja posteriormente, hicieron mención a la Madrid-Segovia en el programa. En estas me encontraba cuando oí que alguien venía corriendo por detrás. Apenas me dio tiempo a volverme y ver que era una participante que me pasó rápidamente entre palabras mutuas de ánimo. Jodo ¿cuánto hacia que no me adelantaban? Acostumbrado ahora a ser yo el que ganara posiciones, se me hizo raro perder una.

Apenas unos dos o tres hectómetros más allá se ubicaba el avituallamiento y el control de paso. Sellé y bebí un vaso de Nestea. Esta bebida me había entrado y sentado muy bien en los anteriores puntos de repostaje y volvió a hacerlo en este. Pero ojo, que no lleve a error mi comentario y alguien pueda pensar que mi hidratación fue solo esa. Aunque no lo he mencionado, durante toda la subida y a pesar de que ya había refrescado, había seguido bebiendo agua con un sobrecito de Isostar disuelto en ella casi de forma continua. El Nestea era como una especie de “premio”. Aunque lo que si fue un verdadero premio fue el poder degustar una de las magdalenas que, entre otros alimentos (caldo creo recordar que también), se ofrecían en el avituallamiento. ¡Me supo a gloria béndita!

Haciendo balance mientras me zampaba la magdalena, me parecía increíble la mejora que había experimentado desde Cercedilla. ¿Cómo podía ser que llegando a Mataelpino no pudiera con mi cuerpo y ahora, casi treinta mil metros después, tuviera una sensación de poder aguantar todo lo que me echaran? ¿Habría sido la paella, el fin del calor asfixiante o simplemente la cabeza la que hubiera obrado el milagro? No sé lo que sería, pero lo que si tenía claro es que me quedaba mucho por aprender sobre las carreras de ultratrail.

Participantes reponiendo líquidos en la ansiada fuente entre La Pedriza y Mataelpino. Foto: Pablo García



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XII. Del Alto de la Fuenfría (p.k. 79,200) a la Cruz de la Gallega (p.k. 90,800)

Descenso al principio por pista amplia con piedras sueltas (Calzada Romana), seguido luego por cerca de diez mil metros sobre asfalto. 

Desde el alto comenzaba un descenso de más de veinte kilómetros que debía finalizar cruzando el acueducto. “Prácticamente solo un medio maratón” pensé para mí. Pero además de pensarlo debí decirlo en alto porque otro corredor que había partido a la vez que yo del avituallamiento dijo: “Si, apenas dos series más”.

-          “¿Dos series más?” le pregunté extrañado
-          “Si. Solo me quedan dos series. Esta mañana temprano, cuando salí de casa, le dije a mi mujer: cariño, me voy a correr que hoy me toca entrenamiento de series. Concretamente diez series de 10.000 metros. Llevo ocho, así es que dos más y acabo”

Su forma de ver la carrera me arrancó unas risas, muy “agradecibles” en aquellos momentos. Cambiamos un par de impresiones más y al poco tiempo él se rezagó, aunque volveríamos a coincidir varias veces en lo que restaba de carrera. Y se quedó atrás porque yo había empezado a correr a una velocidad a la que no recordaba haberlo hecho en los ochenta mil metros precedentes.

Como ya he dicho anteriormente, yo no conocía el trazado de la carrera. Eso solo me causaba a priori un pequeño miedo y era tener que negociar el descenso de la Fuenfría metido ya en plena noche, sin apenas visibilidad y fatigado. Una mala pisada, un tropezón o cualquier circunstancia similar podía mandar al garete toda la ilusión de poder completar mi primera incursión en el ultratrail. Sin embargo alcancé este tramo bastante antes de lo que mis previsiones marcaban y todavía con luz suficiente para poder ver perfectamente donde pisaba. 

De esta forma la bajada era sencilla y su única dificultad era sortear las numerosas piedras sueltas que poblaban la pista forestal. Tomando los laterales del camino y llevando cierta precaución no hubo mayor problema. Más allá de la mitad de la bajada había una fuente por la que apenas manaba agua y en la que se concentraban unos cuantos participantes. Pensé que muy posiblemente con la botella que llevaba en la mochila tendría hasta el siguiente avituallamiento (debían quedar unos diez kilómetros), pero para ir más tranquilo decidí detenerme y llenar también el bidón que ahora portaba en la mano. Mientras esperaba mi turno, saqué la camiseta de manga larga de la mochila y me la puse por encima de la sin mangas pues la temperatura ya era demasiado fresquita. En rellenar el bidón se me fue un ratillo lo cual me fastidió un poco, no ya por el tiempo perdido, sino porque me rompió el ritmo que había adquirido.

Un corto tramo sobre tierra y poco después llegó el asfalto. La verdad es que fue un alivio pues la preocupación por sufrir cualquier percance desapareció de un plumazo. El itinerario discurría entonces en un terreno con suave pendiente en descenso y por una zona rodeada de innumerables y hermosos pinos. Aún tuve tiempo de disfrutar del entorno durante un ratillo antes de que la oscuridad ganara definitivamente la partida y yo dejara de ver casi por completo. Paré, me coloqué y encendí mi frontal y reemprendí rápidamente la marcha. La luz no era muy potente pero tenía una visibilidad bastante aceptable.

Las sensaciones que viví en este parte de la carrera fueron muy especiales. Dio la casualidad que estuve durante un buen tiempo en solitario, sin nadie detrás ni nadie por delante, en casi total silencio solo roto por mi respiración y mis pisadas y en un entorno natural que no conocía en absoluto. Fue una verdadera gozada.

Tan en solitario estuve durante ese tiempo que me empezaron a surgir dudas de si había tomado un camino equivocado. Como he dicho anteriormente, no conocía ni la zona ni el recorrido y mi frontal no daba mucho de sí. A pesar de que intenté repetidamente localizar atada a algún árbol una cinta de plástico que me sacara de dudas, no hubo forma. ¿Y si me había saltado algún desvío? Un poco asustado decidí pararme y esperar a ver si aparecía alguien. Debió de transcurrir un poco más de un minuto (a mí se me hizo eterno) hasta que a lo lejos ví aparecer dos luces que se movían aproximándose. ¡Uff, menudo alivio sentí! Con confianza de nuevo retomé la carrera.

Un poco más adelante, aunque la tendencia seguía siendo descendente, se entraba en un terreno un pelín rompepiernas con cuestas arriba bastante llevaderas pero en las que prácticamente todo el mundo iba andando. Gracias a ello y a que yo seguía corriendo casi de forma constante, comencé a dar alcance y a adelantar a algunos de los participantes que me precedían. En estas estaba cuando me volví a encontrar con el “compi de las series” (que me perdone por el apelativo si es que llegar a leer esto), pues me había adelantado mientras yo esperaba mi turno en la fuente del descenso de la Fuenfría, y compartí con él unos cuantos minutos de carrera. Él ya había corrido la Madrid-Segovia en al menos una ocasión más (creo que me dijo que en dos, pero ya no lo recuerdo bien) y, a petición mía, me adelantó un poco lo que quedaba hasta meta: perfil llevadero y superficie de asfalto hasta el avituallamiento de la Cruz Gallega y desde allí superficie muy irregular de tierra y mala señalización hasta las cercanías de Segovia, donde pareciera que nunca ibas a llegar por lo largo que se hace al final. Oye, pues por lo que pude comprobar después, lo clavó. Llegados a una cuesta arriba el dejó de correr y me fui en solitario. “Hay que guardar todas la fuerzas que se pueda para el final - me dijo-, así es que en cuanto el terreno pica hacia arriba, me pongo a andar”. Lo cumplió a rajatabla.

La última parte hasta el avituallamiento se hizo muy larga. Menos mal que a mi altura llegó un corredor desde atrás (era la primera vez que alguien me adelantaba en carrera desde que lo hizo aquella fémina cerca de la cima de la Fuenfría) y en animada conversación alcanzamos la Cruz de la Gallega.

Participantes atravesando el secarral camino de Manzanares el Real. Foto: Pablo García
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XIII. De Cruz de la Gallega (p.k. 90,800) a Segovia (p.k. 101,800)

Tramo sobre tierra bastante irregular al principio y más sencillo después. Los dos mil últimos metros por el asfalto de las calles segovianas. Con tendencia al descenso.

El avituallamiento de la Cruz de la Gallega era la última estación de paso antes de llegar a Segovia. Como había seguido bebiendo en carrera y además, obviamente, la temperatura era bastante más baja que hacía horas, mis necesidades de reponer líquido eran ahora mucho menores. Aún así me bebí dos nuevos vasos de Nestea que acompañé con otra magdalena. Lo hice muy tranquilamente, sin prisa y estirando un poquitín los músculos de las piernas. Las tenía cargadas (normal), pero curiosamente no tenía ningún dolor, ni en ellas ni en el resto del cuerpo.

En el avituallamiento coincidí con Sandp y Pardillete, del grupo de Los Paquetes. Llevábamos una carrera bastante pareja: habíamos salido al mismo ritmo, luego ellos se fueron por delante y volvimos a vernos en el avituallamiento de Cercedilla donde llegaron antes que nosotros. Ahora nos encontrábamos de nuevo. A Sandp se le veía como si acabara de empezar. Ya había  participado anteriormente en la prueba y esta vez iba a mejorar con creces su marca. También antes de volver al tajo me reencontré con “el compi de las series“ que acababa de llegar

-“¡Vamos, una serie más y se acabó!” le dije
- “La última. Un poquitín más larga pero la última”.

Efectivamente, once kilómetros, un entrenamiento de los que hacía casi a diario. ¡Nada más y nada menos!

No hice más que afrontar los primeros metros de este último parcial, cuando dí cuenta de que aquello no iba a ser precisamente cómodo. El recorrido transitaba entonces sobre superficie de tierra, muy irregular, con raíces y piedras. Las piernas estaban muy fatigadas y no respondían ya con la solvencia que debieran en caso de que surgiera algún imprevisto. Y encima comprobé que la luz de mi frontal no era suficiente para iluminar el camino: no había existido problema cuando íbamos por el asfalto, pero ahora… En los primeros quinientos metros creo que di tres tropezones y se me fue una vez el tobillo. Empecé a ir con más miedo que vergüenza, así es que cuando alguna zona no la veía muy bien dejaba de correr y me ponía a andar. En una de estas me encontraba cuando sentí que había alguien a mi derecha, pero yo no veía ninguna luz. Que raro pensé. Al girarme hacia ese lado ví a apenas dos o tres metros dos grandes ojos que reflejaron la luz de mi frontal ¡Coñó que susto! Una vaca me miraba con los ojos abiertos de par en par. Normal, poneos en el lugar de vaca viendo pasar a una ristra de tíos corriendo en plena noche. En fin.

Calculo que debíamos haber recorrido unos tres mil metros cuando entramos en una nueva fase. La cuesta abajo que habíamos tenido desde que saliéramos del avituallamiento se había transformado ahora en un amplio llano, y la superficie sobre la que corríamos no presentaba tantas trampas como el tramo que acabábamos de dejar atrás. Pero no todo eran ventajas: la señalización del recorrido era claramente insuficiente y más inmersos en plena  noche. Y no era una sensación mía. Tuve que parar varias veces y esperar a que llegaran los que venían por detrás para, entre todos, intentar localizar los trozos de banda de plástico que señalizaban el trayecto. Viendo el panorama, decidí que era mejor hacer el resto de la carrera hasta Segovia acompañado o al menos no muy alejado de los contrincantes, así es moderé mi marcha y la amoldé a la de mis perseguidores. Solo en algún pequeño trecho en que era más fácil seguir las marcas y en el que veía que podía alcanzar a los que me precedían (que me servían de referencia) avivé el ritmo y abandoné una compañía para encontrar otra.

Debíamos estar a unos cinco mil metros de la llegada y yo había cogido una marcheta en la que tenía la sensación de que podía seguir corriendo por los siglos de los siglos. 

Los dos últimos compañeros de aventuras que tuve me vinieron fenomenal pues conocían la zona y me evitaron tener que estar preocupado por ir buscando las señalizaciones. Apenas a unos cuatrocientos metros de la entrada en Segovia disolvimos el trío y cada uno siguió a su ritmo. Yo me fui en solitario buscando las calles que debían conducirme al acueducto.

Debieron ser apenas dos kilómetros los que recorrimos por las vías urbanas segovianas, pero fueron una auténtica delicia. Muchos de los que a esas horas paseaban o estaban todavía sentados en las terrazas de los bares, se ponían a aplaudir y animar a nuestro paso. El subidón de adrenalina era cada vez mayor, y sin quererlo me había acelerado de una forma impropia después de haberme metido cien kilómetros entre pecho y espalda. En un increible sprint alcancé las calles céntricas. Por la Plaza de Somorrostro y la C/ San Francisco, pobladas de transeúntes como correspondía a una noche veraniega de septiembre,  la gente detenía su paseo y se ponía a aplaudir cuando llegaba a su altura ¡era increíble! ¡solo se me ocurría ir diciendo gracias a un lado y a otro mientras les devolvía los aplausos! Un último giro y ahí estaba, casi ciento dos kilómetros después, la ansiada meta. Crucé la línea con una inmensa sonrisa y un poco más allá me detuve. Cerré el puño y lo agité con rabia mientras gritaba “¡Toma, toma y toma!” Posiblemente cuando dentro de muchos años piense en mi época de corredor, entre los recuerdos que ocupen un lugar especial se encuentre este, el de la primera vez que completé la Madrid-Segovia.  

Por cierto, emplee un tiempo neto de 14:15:09 y fui el 140 de los 592 que lograron completar esta IV Madrid – Segovia por el Camino de Santiago ¡Con un par!

El menda lerenda unos segundos después de cruzar la meta (p.k. 101,800) Foto: Pablo García
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XIV. Tras cruzar la meta y más allá.

Después de pasar la línea de meta me sentí un tanto raro. Nadie me esperaba y los participantes llegábamos bastante separados, así es que estuve solo un tiempo (no sé muy bien precisar cuanto), con mi medalla al cuello y comiendo un pequeño bocadillo de jamón que me dieron en la llegada. Estaba muy contento por haber logrado completar la carrera pero también con un poco de tristeza porque se hubiera acabado. No sé, supongo que son momentos en los que uno está un poco confuso y los sentimientos muy a flor de piel. 

En mi caso estaba tan perdido que creí que faltaban unos minutos para la 1:00 A.M. cuando en realidad eran alrededor de las 22:50 P.M. Y es que nunca fui pendiente de la marca ni de la hora. Es cierto que a lo largo del día miré el cronometro varias veces (pocas), pero es que, cada vez que lo hacía, no me aportaba ninguna información relevante. ¿Qué más me daba ver seis horas y pico que diez o doce? Lo que me importaba en esta ocasión eran los kilómetros y, a partir de Cercedilla, tampoco mucho.

 
Del estado de gilipollez en que me encontraba me sacó Jordan. Después de preparar la carrera se había quedado sin poder ponerse en la salida por una lesión de última hora pero había ido a la meta supongo que a estar con los Paquetes.  Me dio la enhorabuena y me preguntó por la carrera. En ese momento fue lo peor que pudo hacer porque yo todavía no había hablado con nadie y tenía unas ganas locas de despacharme. Pero bueno, creo que pude contenerme y no le di mucho la chapa.
 
De vuelta a la realidad salí dirección al polideportivo. ¡Carajo! Tocó hacer una última subida de unos quinientos a la vera del acueducto hasta que llegué a él. Recogí mis enseres (las mochilas con “las sobras” que había dejado en Colmenar y en Cercedilla) y, justo cuando iba a cambiarme, entró una chica de la organización avisándonos a los que allí estábamos que salía un autobús para Madrid de forma inminente. Pues nada, ni cambiarme. Me fui para el autocar todavía vestido de romano.
 
Había enviado unos guasap a Bruce pero no había recibido contestación. Fue cuando el estábamos en las cercanías de Plaza de Castilla cuando llegó su llamada. Había acabado en 14:59:37.
 
Ya en casa y antes de meterme en la ducha me pesé. Estaba rozando los 77 kg, lo que significaba que había perdido…¡seis kilos! Los tres primeros los recuperé muy rápido. Para volver a ganar los tres siguientes tendrían que pasar unas semanas. Me metí en la cama pensando en que al día siguiente mi cuerpo estaría para el arrastre. Que va. Mi sorpresa fue mayúscula cuando al despertar no me dolía nada, ni articulaciones ni músculos. Ni una mísera rozadura ni una pequeña agujeta. Eso si, el cansancio general si era muy grande. Y aunque me fui recuperando en los días posteriores (salí a correr apenas dos días después), me quedó una “fatiga interior” difícil de explicar que me ha durado hasta que he tenido que parar la lesión que me tiene en el dique seco.
 
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XV. Epílogo reflexivo

Posiblemente esta sea la más difícil y peor crónica que haya escrito al momento pues, por más que lo he intentado, me ha sido imposible plasmar mínimamente las sensaciones que viví en aquel ya lejano sábado de septiembre. Muchas veces me senté frente al ordenador en los días posteriores a la carrera para intentar hilvanar un texto que mereciera la plena publicar, pero todas ellas tuve que dejarlo contrariado. No era capaz de transformar en palabras todo lo que bullía en mi cabeza. Finalmente me resigné y desistí. Mi primer ultratrail, mi primer ultrafondo, quedaría solo para mí.

Hace un par de semanas la cosa cambió. Desde hace mes y medio estoy en el dique seco por la jodida espalda. En estos periodos uno trata de refugiarse en los recuerdos, en los buenos momentos vividos corriendo. Entonces fue inevitable volver la vista sobre la Madrid-Segovia. ¿De verdad no iba a escribir sobre ella? ¿Y si a la postre fuera mi primera y última incursión en esa distancia? ¿Me acordaría de ella dentro de unos años? Recuperé los apuntes que habían quedado olvidados en un Word llamado Magovia 2013 y empecé a tirar de recuerdos para intentar dar forma a una historia que si bien no transmitiera sensaciones si que al menos recogiera los hechos.

 
El resultado de todo esta peripecia es el pedazo ladrillo que tenéis enfrente, una extended version sin cortes ni ideas eliminadas, todo según me ha salido. Mis condolencias y admiración a quien haya hecho una lectura íntegra y haya llegado hasta este punto.
 
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XVI. "Me se" olvidaba.
 
Mis agradecimientos a todos aquellos que hicieron posible esta carrera y que estuvieron ahí ayudándonos y animándonos. Y por último la dedicatoria: esta va por mi, ¡me la merezco! (Michel dixit frente a Corea del Sur).

 
Video con mi llegada a meta (a partir del 0' 49''). Vía Sandp (¡gracias majo!)

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5 comentarios:

Simón dijo...

Tremendamente emocionante.

Ni siquiera voy a decirte lo que me gustaría imitarte porque lo veo sencillamente imposible.

Muchas gracias por escribirlo.

antonio dijo...

Gracias por compartir tu experiencia con el resto.

Un placer.

Arganzboy dijo...

Gracias a vosotros por vuestros comentarios. Saludos

JK dijo...

¡Felicidades campeón!, menuda sorpresa me he llevado con la crónica.Desde luego en ella se te ve genial en todo momento, a mi me resulta imposible que podais hacerlo.Enhorabuena por lo conseguido y espero que esas molestias en la espalda se pasen lo antes posible.Un abrazo.

Simón dijo...

3 años después, a falta de tres días me atrevo...